La otra democracia

OPINIÓN

La otra democracia

La otra democracia ZMG /Viernes, 4 de julio del 2025




Juan Luis H. González

 

Para mis colegas politólogos, los enojados y los asustados.

 

Cada política, reforma o acción de fondo que impulsa el gobierno de Claudia Sheinbaum, sea cual sea la agenda,reactiva el debate sobre la democracia mexicana desde dos posturas antagónicas. La primera afirma que el país iba hacia la consolidación democrática y que la llegada de López Obrador en 2018 interrumpió ese camino. La otra sostiene que el modelo construido desde la década de 1990 fue limitado y excluyente desde su origen.

 

El relato oficial de la transición —ese que repiten los manuales de ciencia política y buena parte de la comentocracia mexicana— celebró instituciones autónomas, órganos electorales independientes y pluralismo mediático. Logros importantes, sí, pero con poco contenido social. ¿A quién representaba esa democracia? ¿Quiénes se beneficiaron con ese arreglo institucional? La respuesta incomoda: a quienes ya tenían voz, patrimonio y lugar en la mesa del poder.

 

Con el salinismo como telón de fondo, se prometió que la democracia liberal traería bienestar social. Las reformas estructurales de aquellos años y la estabilidad macroeconómica se presentaron como su complemento natural. Pero esas promesas nunca llegaron a millones de mexicanas y mexicanos. Se consolidó una democracia normativa, elegante en diseño institucional, pero profundamente desigual en resultados.

 

A la distancia, es claro: vivimos una transición de élites, pactada y administrada por los partidos (PRI y PAN), que decidieron compartir parcelas de poder. Las reformas del 94 y del 96, la alternancia del 2000 y la profesionalización electoral consolidaron un modelo que organizó elecciones limpias, sí, pero sin ampliar la representación real de las mayorías y los segmentos más marginados.

 

Hoy que sectores populares encontraron identificación y representación política en el régimen actual, muchos politólogos y analistas viven alarmados. Hablan de regresión autoritaria, de dictadura, de riesgos institucionales, de mayorías que “ponen en peligro” los contrapesos. La paradoja es brutal: cuando los sectores populares estaban ausentes de los “arreglos”, el régimen era celebrado como democrático; ahora que se asoman, lo califican de autoritario.

 

Guillermo O’Donnell lo advirtió en su momento: muchas democracias latinoamericanas se consolidaron formalmente sin asegurar derechos ni representación efectiva. Son democracias delegativas: el ciudadano vota, pero no incide. En Transiciones desde un gobierno autoritario, escrito junto a Philippe Schmitter, se advierte que es posible estabilizar el poder sin democratizarlo realmente.

 

Scott Mainwaring lo resume así: no hay consolidación sin inclusión, sin competencia efectiva, sin legitimidad social. Pero en México, durante las últimas tres décadas, los sectores populares solo jugaron el papel de clientela electoral para garantizar la condición mínima de la competencia, pero la inclusión y la legitimidad social nunca se hicieron presentes.

 

Hay quienes creen que la democracia solo sobrevive si se mantiene lejos de las emociones y opiniones de las clases mayoritarias, de los liderazgos disruptivos. Prefieren decisiones técnicas, cupulares, entre pocos. Esa fue la promesa no escrita de la transición mexicana: repartir cuotas, no abrir cauces.

 

Hoy, frente a un régimen que ha construido su legitimidad desde los segmentos que siempre fueron excluidos, el edificio de esa democracia cruje y se rompe. Las élites se sienten fuera del juego que antes monopolizaban. Y los analistas, en vez de revisar las fallas del modelo anterior, se apresuran a decretar su destrucción. Pero, como escribió el propio Schmitter: “La democracia no es un diseño estático, es un proceso de ampliación de la ciudadanía, no de su contención”.

 

La democracia mexicana no está en riesgo por ser más participativa, sino por haber sido, durante décadas, una democracia construida de arriba hacia abajo. Y es esa exclusión histórica la que hoy pasa factura. Podemos —y debemos— debatir el rumbo del país, los límites del poder, el tipo de representación que queremos. Pero no desde la nostalgia del viejo orden, sino desde la voluntad de rehacer el pacto democrático considerando a los que ya están presentes en el escenario político.

 

Esta es la otra democracia: una que reconfigura el equilibrio institucional al incorporar a actores históricamente excluidos. No es una anomalía del sistema, sino una etapa distinta de su desarrollo. Su desafío no es el exceso de participación, sino la adaptación de las élites y de las reglas del juego a una parte de la ciudadanía que, por fin, ha entrado en escena.