Vendepatrias
Pablo Arredondo Ramírez
El concepto parece describir con facilidad su significado. Remite a quienes son o han sido proclives a ceder la soberanía del territorio y del Estado al que pertenecen ante intereses ajenos o externos. En más de un sentido el término se asocia a la idea de traición y de falta de dignidad. En los doscientos años de independencia de México las fuerzas políticas y los individuos que encarnan tal condición no han sido menores ni tampoco irrelevantes.
Pero la caracterización del “vendepatrias” no debería asumirse de manera simplona. La sesión de nuestra soberanía a lo largo de todo el recorrido histórico del México moderno (independiente) ha dado muestras desiguales y en ocasiones contradictorias en su operación. Pensemos por ejemplo en lo que significó el primer régimen de la independencia. Al asumir el poder tras los largos años de lucha contra el colonialismo español, el independentista Iturbide instauró un régimen monárquico y se hizo proclamar Emperador. Una manera más que simbólica de rendirse ante las formas de gobierno de las que en teoría nos habíamos liberado.
Una vez instalada la República (tras el fracaso del “imperio mexicano”) vinieron los aciagos años de inestabilidad política republicana, las luchas intestinas entre centralistas y federalistas, entre liberales y conservadores. Décadas de conflictos que fueron aprovechadas por intereses del exterior y sus simpatizantes del interior cuyo costo fue mayúsculo. Españoles, franceses, ingleses y estadounidenses, como fuerzas hegemónicas, no dejaban de azuzar y de revolver las aguas en nuestro país.
La guerra de independencia de Texas (empujada por los esclavistas sureños y demás colonos gringos) y la primera intervención francesa en la llamada “guerra de los pasteles”, son ejemplos claros de las amenazas que se cernían sobre la soberanía nacional en la primera mitad del siglo XIX. Episodios conflictivos que paradójicamente dieron luz a uno de los ejemplos más notables del “vendepatrias” mexicano. Primero héroe, salvador de la patria en incontables batallas, y luego un militar incapaz de contener el expansionismo estadounidense, el autócrata Antonio López de Santana, --tras la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1948 y la pérdida de más de la mitad del territorio nacional—devino en el “vendepatrias” por antonomasia. Una marca histórica que ha perdurado por casi dos siglos.
Con la guerra de reforma entre liberales y conservadores (1857-1861) se puso nuevamente en juego la soberanía del país. No sólo se trató de la lucha intestina entre dos fuerzas de magnitud, y entre dos proyectos de nación, sino que al igual que en el pasado atrajo a las ambiciosas fuerzas del exterior. El triunfo de los liberales, reformadores, y la Constitución de 1957, desataron las amenazas del exterior y exhibieron en todos los bandos las tendencias entreguistas.
En el lado liberal, encabezado por el presidente Juárez, el episodio más crítico para la independencia nacional se materializó con el Tratado McLane-Ocampo, firmado en 1859, que otorgaba, de manera difícil de creer, derechos a los estadounidenses sobre muy vastas extensiones del territorio mexicano, a cambio de reconocimiento y financiación para las fuerzas comandadas por el “benemérito de las Américas”. Por fortuna, el tratado nunca se formalizó en el Senado de los Estados Unidos y el gran prócer nacional se libró de llevar tan patético sello en la historia.
Los conservadores, por su parte, siempre mirando por el retrovisor fueron a buscar en las faldas de Napoleón III la solución al conflicto. Encabezados por “ilustres mexicanos”, los conservadores (todos ellos muy religiosos y decentes) solicitaron la instauración de un Imperio a la casa Austrohúngara y la intervención militar de los franceses. La derrota, ya lo sabemos, fue aplastante, pero el síndrome del “vendepatrias” se mantuvo inalterado.
Bajo el régimen de Porfirio Díaz, más allá del gusto exacerbado por lo francés entre nuestras élites, el entreguismo se reflejó en una política pública del régimen relativa a la entrega de concesiones a intereses extranjeros. La minería fue el modelo más acabado. Un marco legal a la medida del capital estadounidense y europeo dejó en manos ajenas la propiedad de grandes extensiones del subsuelo mexicano, algunos calculan que entre el 30 y 40 porciento. Y junto a ello, un escenario de pobreza y desigualdad social vergonzante.
La revolución emprendida por Madero atestiguó uno de los episodios de subordinación al exterior más tristes de la historia. La traición de Victoriano Huerta con la complicidad y apoyo del embajador estadounidense Henry Lane Wilson derivó en un baño de sangre entre las diferentes facciones revolucionarias que duró más de una década. Cuando los ánimos revolucionarios iban a la baja, el hombre fuerte del momento, Obregón, buscó el favor de la potencia del norte cediendo trozos de soberanía (los tratados de Bucareli). Por fortuna, Lázaro Cárdenas recuperaría en buena medida, con la expropiación de la industria petrolera, la dignidad nacional y el espíritu de la Constitución de 1917.
El dicho afirma que “se necesitan dos para bailar el tango”, y nada es más cierto que ello cuando de espíritu de subordinación nacional se trata. Una potencia abrumadora como los Estados Unidos no sólo ha buscado aprovechar al máximo su posición de fuerza frente a nuestro país, sino que por desgracia ha contado con colaboradores incondicionales internos. El síndrome del subordinado no ha dejado de estar presente a lo largo de nuestra historia y de ello han sacado provecho las potencias del momento.
A lo largo de nuestra historia el “vendepatrismo” asumió diversos rostros. Y puesto que los conceptos varían de acuerdo a las condiciones, valdrían la pena preguntarse cómo caracterizar a los entreguistas en un contexto como el actual en México, en un mundo globalizado, de relaciones internacionales intensas, y con una potencia dirigida demencialmente en calidad de vecino inevitable.
Quizá el entreguismo en estos tiempos de revolución digital, de centralidad y permeabilidad mediática, esté asociado no sólo a la entrega incondicional de nuestros recursos más preciados al capital exterior (tal y como lo planteó el modelo neoliberal del PriAN), sino a la construcción de un mundo simbólico y de una narrativa que socave cualquier intento por empujar un proyecto nacionalista.
Por eso, los “vendepatrias” de hoy en día bien pueden encontrarse entre medios de comunicación y comunicadores empeñados en desvirtuar, sin pruebas ni consistencia, los esfuerzos de un proyecto de desarrollo autógeno, menos desigual y más participativo.