El miedo a la polarización

OPINIÓN

El miedo a la polarización

El miedo a la polarizaciónZMG /Sábado, 13 de diciembre del 2025



Mtro. Juan Luis H. González

 

En México se ha vuelto un tabú: cada vez que la conversación pública se tensa, que el debate se vuelve más ríspido o que la discusión política sube de tono, aparece el diagnóstico inmediato —y cómodo— de la polarización. Se le condena como un mal absoluto y, de paso, se le asignan culpables claros: Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum. La polarización, dicen, es una anomalía inducida desde el poder, una desviación peligrosa del orden democrático. Yo tengo una percepción distinta del fenómeno y la sostengo en dos hipótesis.

 

La primera es que la polarización que vivimos no es únicamente resultado de la práctica política, ni mucho menos una rareza mexicana. Coincide con los tiempos digitales que habitamos. Las redes sociales no solo aceleraron la circulación de la información: también rompieron los viejos filtros de acceso al espacio público. Hoy cualquiera puede opinar, organizarse, confrontar, exagerar o provocar. Grupos que durante décadas no encontraron cauce, aun en sistemas políticos cerrados o con débil tradición democrática, hoy tienen micrófono, audiencia y capacidad de movilización.

 

No es un fenómeno local. En Europa, Estados Unidos, América Latina y prácticamente todo el mundo, la conversación pública se ha vuelto más intensa, disruptiva, confrontativa y visible. No porque las sociedades se hayan vuelto súbitamente más irracionales, sino porque el conflicto —que siempre existió— ahora se expresa sin intermediarios. La política dejó de ser un diálogo entre élites para convertirse en una disputa abierta por el sentido del poder.

 

La segunda hipótesis va más allá de las causas —tecnológicas, políticas o una mezcla de ambas— y se centra en el efecto. Soy de la idea de que la polarización, lejos de destruir la democracia, aviva el debate público y genera condiciones de discusión, de confrontación abierta y de participación activa. No solo en redes sociales, también en las calles, en las urnas y en la conversación cotidiana, cara a cara o a través de plataformas como WhatsApp o Telegram.

 

De Calderón a Peña Nieto, la polarización fue mutando. Pasó de ser consigna digital a herramienta electoral y, más tarde, a práctica política cotidiana. Durante el último tramo del sexenio de Peña, la polarización ya estaba sobre la mesa y claramente cargada hacia un lado: el de los críticos de aquel régimen.

 

Hoy esa misma mayoría se ha posicionado, ha resistido y sigue jugando el juego de la polarización, pero desde el otro lado: respaldando a un régimen que eligió en dos elecciones presidenciales consecutivas. No hay ruptura; hay continuidad. Lo que cambió no fue la existencia del conflicto, sino la correlación de fuerzas.

 

En ese sentido, la polarización no es una enfermedad que deba erradicarse, sino un síntoma de construcción política basada en el disenso. Chantal Mouffe lo expuso con claridad cuando afirmó que “el objetivo de la política democrática no es eliminar las pasiones de la esfera política, sino movilizarlas hacia fines democráticos”. La deliberación democrática no exige consenso permanente; exige conflicto canalizado. Y eso, justamente, es lo que sucede en nuestro país.

 

Tal vez el problema no sea la polarización en sí, sino la idea de democracia desde la cual algunos observan la confrontación. Buena parte de las voces y analistas parecen partir de una visión profundamente utópica de la democracia. Les encantaría —a todos nos encantaría— vivir en una versión pulcra, sofisticada, racional y ordenada del debate público: una democracia ideal, casi de manual. El problema es que la realidad del país es y ha sido otra.

 

La democracia mexicana nunca ha sido tersa; durante largos periodos, eso sí, fue silenciosa. Por eso el ruido y la confrontación que hoy dominan la discusión pública no me parecen síntomas de una descomposición, y difícilmente bajarán de intensidad mientras prevalezca una sociedad marcada por desigualdades y agravios históricos.

 

Tengo la impresión de que cuando algunos se asustan de la polarización, quizá, en el fondo, no le temen al conflicto, sino a la participación; y, más aún, al respaldo que el régimen actual mantiene en las redes sociales, en las calles y, sobre todo, en las urnas. La polarización puede ser un instrumento del populismo, reza la consigna, pero también puede ser el resultado de un proceso abierto de deliberación que termina expresándose en las urnas y no en la violencia física.