Cien años de conocimiento y poder
Juan Luis H. González
La historia de la Universidad de Guadalajara pasa por sus aulas, profesores y estudiantes, pero también por los vaivenes del poder. Cada una de sus etapas ha sido una caja de resonancia de la política estatal y nacional. En su centenario, la UdeG no sólo celebra su permanencia: celebra haber sobrevivido a hegemonías, transiciones, crisis y reformas, adaptándose a las circunstancias históricas y la cultura política de cada época.
Fundada en 1925 bajo el impulso del gobernador José Guadalupe Zuno, la Universidad fue hija legítima del proyecto posrevolucionario. Su misión inicial era formar profesionistas para la reconstrucción del país y consolidar el nuevo orden institucional. Como muchas universidades públicas de entonces, nació tutelada por el Estado: con espíritu humanista, pero bajo un rígido modelo de control. La educación superior debía producir ciudadanos leales al proyecto nacional antes que críticos del poder.
En los años cuarenta y cincuenta, la UdeG se consolidó como un espacio de movilidad social, aunque fuertemente centralizado. En 1948 surgió la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), que encarnó la estructura corporativa del sistema político en el ámbito universitario. La FEG se convirtió en un poder paralelo: disciplinado, vertical, violento y funcional al régimen. Garantizaba estabilidad interna, pero también clausuraba el disenso y la participación de otras expresiones estudiantiles.
Durante las décadas siguientes, la FEG fue tanto un instrumento de control como un espejo del poder local. En tiempos del autoritarismo priista actuó como brazo del régimen; y cuando el país empezó a abrirse a la pluralidad, la organización se volvió un símbolo del viejo orden.
Mientras en otras universidades surgían movimientos democráticos, en Guadalajara la estructura se sostenía por inercias, complicidades y pactos.
El punto de quiebre llegó en 1991, con el histórico referéndum entre la FEG y la naciente Federación de Estudiantes Universitarios (FEU). Aquel proceso marcó el fin de una era: la derrota de una estructura heredera que simbolizó la caída del viejo autoritarismo estudiantil y el surgimiento de una nueva clase universitaria. En ese relevo se consolidó el Grupo Universidad, encabezado por Raúl Padilla López.
La Feria Internacional del Libro, el Festival Internacional de Cine, nuevos recintos para las artes y la Red Universitaria de Jalisco fueron piezas de un proyecto que trascendió lo académico. Padilla comprendió que la cultura podía ser también una forma de influencia política y legitimidad. Así, la Universidad se convirtió en un actor estratégico del Estado, capaz de negociar presupuestos, chantajear gobiernos, incidir en la vida pública y construir su propio relato.
Pero todo poder prolongado se erosiona. La muerte de Padilla abrió una nueva etapa: sin liderazgo hegemónico, con grupos que compiten por el relato de la herencia y con una estructura que busca cohesión sin la figura del fundador.
En ese contexto, el rectorado de Karla Planter simboliza la transición hacia una universidad más plural, pero también más compleja, en medio de un mundo cambiante.
Hoy, la UdeG enfrenta desafíos que ya no son sólo políticos o presupuestales, sino culturales y generacionales. La era digital alteró la forma de aprender, de comunicarse y de organizarse. En los campus ya no domina la conversación ideológica, sino el algoritmo. Lo que Zygmunt Bauman llamó modernidad líquida se refleja fielmente en una comunidad estudiantil más crítica de las jerarquías y las instituciones, más dispersa y más inmediata.
En ese entorno, la FEU —pieza clave de la estabilidad institucional— enfrenta la paradoja de representar a una generación que ya no cree del todo en la representación.
La historia universitaria demuestra que la vida estudiantil organizada no es un apéndice, sino el sistema nervioso de la institución.
Las federaciones, con sus excesos y contradicciones, han sido el mecanismo que mantiene el equilibrio entre autoridad, estudiantes y disidencia, entre poder formal y simbólico. Cuando esas estructuras se debilitan, la Universidad se vuelve vulnerable; cuando se renuevan, la Universidad se reinventa.
Sin embargo, el sentido mismo de la representación ha cambiado. Ya no es una bandera ideológica ni una estructura formal, sino una forma de reconocimiento. A los jóvenes de hoy les interesa menos pertenecer que expresarse. Por eso, quizá valdría que las autoridades universitarias reflexionaran sobre la necesidad de abrir cauces para nuevas voces y formas de organización, más horizontales, más acordes con los tiempos.
Algo similar a lo que significó la Reforma Electoral de 1977, cuando el Estado mexicano abrió espacios a la pluralidad con la figura de los diputados de partido. Una universidad pública del siglo XXI debería hacer lo propio: abrirse a la diversidad de expresiones estudiantiles, sin que la FEU, aún hegemónica, monopolice la representación. Porque la estabilidad institucional no depende del control, sino de la inclusión. Y si algo enseñan estos cien años, es que cada vez que la Universidad se abrió a la pluralidad, se fortaleció.